Solidaridad bajo la tormenta | Contenido Original

La lluvia ha sido intermitente e incesante durante los últimos días, muchas familias están preocupadas, temen una probable inundación o deslave de las colinas que cercan el hermoso valle. Las autoridades instan a desalojar el pueblo, sin embargo aún quedan rezagados en virtud de la rotura del puente principal sobre el imponente río, único acceso, hasta hace poco, paradisiaco lugar.

Fuente: Pixabay

—Marta, por favor ordena las mochilas con los medicamentos y los enlatados que compramos la semana pasada.

—¡Te lo dije! Si me hubieras hecho caso, no estaríamos en esta situación. Mi madre nos tenía preparada la habitación de huéspedes.

—Tienes razón mi amor. Pero, ya es tarde para quejarse. De nada sirve  culparnos el uno al otro. Hay que tomar las precauciones necesarias, por si acaso el río se desborda.

—¡Disculpa mi vida, es que tengo tanto miedo por los niños!

—Tranquilízate mujer. Voy a salir a hablar y colaborar con los vecinos en el dique de contención.

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Miguel se pone el impermeable y sale de la casa con la culpa acuesta por no haber atendido el consejo sensato de su mujer, pero como bien le dijo, era tarde para quejarse, solo quedaba prepararse lo mejor posible ante una muy probable inundación. En el camino encontró a Pablo, quien pala en mano, también iba hacía el muro improvisado de contención.  

—Hola Pablo —, saludó sin mucha emoción bajo las espaciadas gotas de lluvia.

—¡Que tal Miguel! ¿Dónde está tu pala?

—No tengo pala, pero puedo ayudar cargando y colocando los sacos de arena a donde haga falta.

Pablo detuvo el paso y sonrió algo incrédulo.

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—En la reunión de anoche con Vicente acordamos en que hoy, cada hombre de la urbanización conseguiría una pala para llenar los sacos proporcionados por la ferretería de Vicente. ¿Por qué no manifestaste que no tenías pala?

—Pablo, pensé que la tenía guardada en la cochera, pero Marta, mi mujer, hace seis meses la llevó a casa de sus padres para un trabajo de jardinería, y la dejó allá.

Ambos reanudaron el paso teniendo cuidado en donde pisan al abandonar el camino pavimentado. Las nubes grises poco a poco se tornan en negras dando aviso que pronto se intensificará la lluvia. Ven a los hombres trabajando lo más rápido posible en la larga hilera de sacos superpuestos y se incorporan en las labores de reforzamiento.

En la ferretería, centro de operaciones, Vicente discute con el jefe de la policía la selección del lugar más seguro en caso de desbordarse el río. Saben que no disponen de mucho tiempo para avisar y concentrar a los vecinos. Cada minuto que pasa juega en su contra.

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Marta está muy ocupada con sus dos pequeños hijos ordenando las mochilas. Le coloca las baterías a las linternas, dobla cuatro mantas gruesas y las amarra en cruz con un cordel fino de nylon. En la primera mochila color verde oscuro mete los enlatados de atún y sardina, como los potes de leche condensada. No olvida las cajas de chocolates, pero antes saca tres para compartirlo con los niños, quienes no le quitan los ojos de encima. Los tres sonríen momentáneamente hasta que son interrumpidos por una intensa luz seguido, segundos después, por un fuerte sonido que se esparce por todo el lugar. 

Los niños, aún con los rostros embadurnados, se aferran a la cintura de su madre, quien recita una plegaria de protección. El viento golpea sin piedad las ventanas dejando oír un zumbido que recorre cada palmo del hogar. Marta se apresura a llenar en forma balanceada la mochila verde para iniciar con la mochila azul. Repasa en su mente las instrucciones de Miguel, ambas mochilas deben contener en lo posible, la misma distribución de comida y medicamentos. Así como también los implementos mínimos indispensables, tales como las cajas de cerillos, las navajas, los calcetines gruesos y guantes de lana, el pequeño radio de frecuencia local de manija, toda una curiosidad para ella cuando Miguel se lo compró a Vicente.

En aquel mismo momento, a escasos metros de la casa de Marta y Miguel, está desarrollándose un drama entre Carlos y Sofía.

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—Carlos, ¿qué vamos a hacer ahora? ¡mala suerte la nuestra! Jamás debiste renunciar al trabajo.

—Mi amor, esto lo hemos discutido suficiente. Sabes bien que no podía permanecer allí. La paga apenas nos alcanzaba para comer y el maltrato era constante.

—Si mi amor; perdóname. Es que estoy aterrada. ¿Qué le daremos de comer a Pedro? Él es tan solo un inocente niño, y para completar, el mundo se nos viene encima.

—Sofía, cálmate. Vicente está en cuenta de nuestra situación, anoche era parte de la agenda de la reunión. Todos acordaron en ayudar a los más desvalidos.

Sofía, entrada en llanto, lo abraza conmovida con una luz de esperanza en la claridad aguamiel de sus pardos ojos. La lluvia retumba como piedras que amenazan con destrozar el techo de zinc sobre sus cabezas. El pequeño Pedro llora en la cuna mientras mueve piernas y brazos. 

La sirena suena, luchando por sobresalir entre el rugido del cielo. Los vecinos, equipados como pueden, abandonan la falsa seguridad de sus casas, dirigiéndose a la plaza principal según lo acordado con Vicente y el jefe de la policía. El reporte meteorológico pronostica tres días de intensas lluvias. Por lo tanto, el desastre es más que inminente. La mayoría entra al edificio más sólido ubicado en el lugar de mayor elevación del pueblo. Tan solo Gerardo, el empresario más avaro y ambicioso del pueblo, antiguo jefe de Carlos, se negó a seguir las recomendaciones de Vicente. No quiso colaborar con los necesitados, tildándolos airadamente en la reunión, de flojos y de ser cargas prescindibles para él. De tal manera, que optó por quedarse con su familia en la esplendorosa y fortificada casa en la ladera baja de la montaña.

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Aunque las paredes del refugio improvisado son gruesas, no impiden que el sonido del río socavando todo a su paso se haga notar. Marta saca una de las mantas para dársela a Sofía y cubra a Pedro, el único bebé del grupo, quien ni siquiera es consciente del peligro a su alrededor. Vicente sube a la azotea para observar lo que pasa. No puede creer lo que ve en la penumbra. Vehículos flotando por doquier, árboles caídos, casas tapiadas. Voltea a ver hacía la colina, llora cuando un alud arrastra la mansión de Gerardo.

Luego de tres días cesa la lluvia, el sol sale radiante. Han sobrevivido y han compartido lo poco que llevaron al refugio. Escuchan las noticias en el singular radio de Miguel. Sonríen al saber que se han organizado grupos de socorristas para llevarles agua y comida. Ahora que lo han perdido todo, necesitan de la solidaridad de sus hermanos.


El relato es realizado en el marco de los valores  denotados para el Día Internacional de la solidaridad humana, decretado el 20 de Diciembre por la Organización de las Naciones Unidas


Escrito por: @janaveda

Edición e imágenes: @fermionico


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