Evangelina: entre el caserío y la ciudad | Contenido Original

—Mira, toda esta extensión de terreno la dividiremos en partes iguales para nuestros quince hijos.

—¿Y qué haremos con aquella?

—Bueno, mi amor. Allí vamos a criar a los cochinos y a las gallinas. Mientras tanto, sé que los muchachos están algo inmaduros. Así que me encargaré de los mayores para que trabajen conmigo en la piragua.

—Estoy de acuerdo, mi vida. Esos muchachos están tremendos y necesitan que tú los disciplines y los enseñes a  ser hombres de bien. Yo en cambio, con las muchachas me encargaré de organizar todo aquí para rastrillar el monte y delimitar las parcelas. Además, Eleonor la mayor, cuidará a los niños chiquitos.


El incipiente caserío a escasa distancia del gran lago alberga a pocas familias emparentadas entre sí. El terreno algo árido y arcilloso golpeado por el intenso sol que reinaba durante todo el año y las copiosas lluvias sobre el suelo contribuía adversamente para la agricultura.

No obstante, la pesca era abundante, no solo para el sustento, sino que también les permitía comerciar con los otros asentamientos cercanos.

La rutina allí, aunque dura, también les daba un propósito comunitario y sentido de pertenencia.

Mientras tanto, los hijos de la pareja crecían bajo el amparo y dirección del seno familiar. Pronto, los mayores buscaban emanciparse para formar sus propias familias, pero sin desligarse de los padres totalmente.

Al fin y al cabo, las parcelas eran la heredad que en vida de sus progenitores ellos disfrutaron sin descuidar las tareas que todos compartían y en donde su padre mantenía la égida por la sapiencia  de los años a cuestas.

Poco a poco, nuevas casas llenas de niños vigorosos aparecieron por doquier y se hizo necesario la construcción de senderos entre estas.


El panadero montado en un burro atravesaba los caseríos cada dos días vendiendo el pan que cada noche anterior había cocido en el horno de ladrillo atizado con leña.

Eleonor lo veía pasar e intercambiaba miradas que la hacían sonrojar. Ella era la encargada de intercambiar el pescado que su padre traía a casa luego de regresar de la faena en el centro del lago por el equivalente en pan.

El tiempo pasó, y el caserío se convirtió en un pequeño pueblo. La familiaridad reinaba en este literalmente. Todos se sentían más que seguros, incluyendo al panadero, que pasado los meses terminó comprometiéndose en matrimonio con Eleonor.

Evangelina, la menor del pescador y la granjera, veía a Eleonor como su segunda madre. Ella pensó que la perdería para siempre. Su mente infantil pasaba por alto que la parcela de su hermana mayor, en donde se construía una enorme casa de paja y barro quedaba justo al lado. Tan solo  separada de la de sus padres por el sendero perpendicular que conectaba con la vía principal. 


Un jueves en la tarde, todos los invitados se congregaron en casa de Ana y Manuel para celebrar la boda entre Justo y Eleonor.

El pastor llegó temprano junto con su asistente para oficiar el acto como solía hacerse por generaciones.

La solemnidad no faltó aunque barnizada de la sencillez de la gente forjada en el trabajo de la tierra y del mar interior.

Evangelina sollozaba en la ingenuidad por la supuesta pérdida de quien siempre cuidaba de ella.

El sancocho de res y pescado dentro de la inmensa olla, era el plato principal preparado para luego del acto. Por supuesto, el pan tampoco faltó en las mesas de los invitados conformados principalmente por sus hermanos y  esposas.


El festín no se extendió más allá de las ocho de la noche. Las luces de las lámparas de aceite alumbraba de manera fatua cada rincón. Además, el viernes todos los hombres de la familia tenían que madrugar muy temprano dentro de las piraguas para aprovechar el máximo esplendor de la Luna llena que preveían una pesca abundante.

Aura tomó de la mano a Evangelina y se la llevó a dormir con ella. Sí, ella amaba mucho a su otra hermana mayor, pero eso no evitó que las lágrimas brotaran al ver como Justo atravesaba con Eleonor el sendero hacía su nueva casa.   

Al día siguiente, la risa volvió a la menor de los hermanos. Eleonor cruzó el sendero para visitarla acompañada por Justo. Ella entendió que su segunda madre no se marchó en definitiva. Tan solo se mudó al lado.

Con el pasar de los meses, la comadrona de la región visitó la casa de Eleonor. Como siempre, Manuel estaba en el lago y Justo, montado sobre el burro, vendiendo el pan.


El llanto potente de un niño hizo reír de alegría a Ana, quien asistía a la experimentada mujer ayudando a traer al mundo a su primera nieta.

Evangelina y sus otros hermanos al cuidado de Aura, a pesar de estar en casa de sus padres también escucharon los potentes alaridos de la nueva criatura que venía a acrecentar a la familia.    

Aquel pueblo, mientras creció dentro de la familiaridad fue un recinto de paz y convivencia, pero todo cambió sin que nadie lo percibiera.

Con la llegada de otras personas, quienes adquirieron las casas de los descendientes de los fundadores se perdió la cohesión comunal que alguna vez tuvo.

Evangelina, ya entrada en años, pensaba en la desilusión de quienes partieron, entre lo que estaban sus padres y hermanos mayores, incluidas Eleonor y Aura, si se enteraran de la situación de inseguridad de la ahora ciudad.


Recordaba con sentida nostalgia la alegría y confraternidad con que todos  se trataban. No había violencia, y el respeto era una norma tácita que nadie se atrevía a transgredir.

Esa mañana, un joven la insultó, sólo porque en su lento caminar le obstruía el paso.

¿Qué diría Manuel, su padre?

Evangelina, aún ella se resiste a abandonar el hogar en donde nació. Haciendo caso omiso de los ruegos de sus hijos y nietos, quienes partieron  abandonándola en busca de conquistar un nuevo mundo.

El problema es que el nuevo mundo también está plagado de falta de convivencia y paz. Obligándolos a retraerse en la soledad de una vida artificial sin calidez humana. 


El relato de ficción está inspirado en el marco del Día Internacional de la convivencia en paz, acordado para el 16 de mayo de cada año por la Organización de las Naciones Unidas para: “…promover la paz, la tolerancia, la inclusión, la comprensión y la solidaridad, y expresar su apego al anhelo de vivir y actuar juntos, unidos en las diferencias y la diversidad, a fin de forjar un mundo de paz, solidaridad y armonía.”

La respuesta a la pregunta clave de porqué no hemos logrado la convivencia en paz en el mundo moderno. Quizás, sea sencilla si respondemos primero, cuándo y por qué dejamos de querernos y tratarnos como hermanos.

Sí, es indudable el progreso tecnológico, pero aún la humanidad está estancada y entrampada en cómo hemos de tratarnos los unos a los otros.

Quizás el desarraigo familiar sea el componente más importante que debamos restaurar o mejorar.


Escrito por: @janaveda

Edición e imágenes: @fermionico


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