Un viaje soñado | Contenido original

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Gabriel siempre escuchó historias de niño acerca de los misterios en los lagos de la patagonia argentina. Como buen pre adolescente imaginaba historia de monstruos y rescates a damas en peligro, se veía remando botes, subiendo montañas y siguiendo rastros en los confines de la tierra. Cuando se hizo adolescente, esas improbables aventuras trocaron por la fascinación de lo natural. Era un activista de la conservación convencido de defender la tierra del calentamiento global.

Por eso saltó de alegría cuando sus padres le anunciaron irían a pasar el verano a la patagonia junto con su hermana. Contaba los días para viajar y se documentaba acerca de la flora, la fauna y las particularidades de la gran región. Por supuesto no iban de aventura de exploración, tan solo irían a Bariloche como la gran mayoría, pero a él le bastó saber que estaría en uno de los lugares de mayor belleza natural del planeta.


Llegado el día, conectaron la ciudad de Buenos Aires (donde residía) en un vuelo hacia Bariloche. Lo primero que le llamó la atención fue la temperatura fresca a pesar del verano cuando bajó del avión. La familia de cuatro integrantes tomó un taxi hacia el hotel y como llegaron finalizando la tarde, simplemente se prepararon para cenar y esperar hasta el día siguiente donde tomarían el primer tour, contratado a la empresa especialista en ecoturismo.

Al día siguiente se levantaron temprano y desayunaron para estar a la hora acordada en la salida del autobús que les llevaría la la terminal marítima del ferry, donde se embarcarían para su primer destino. Mientras transitaban en la unidad, Gabriel se asomaba a ver el borde del enorme lago Rapa Nui y no podía creer la paleta de colores que se formaban en el borde por el juego de sombras y luces provocado por el sol en el reflejo de las aguas. Era tal como lo había imaginado en su niñez temprana.


Cuarenta y cinco minutos después llegaban a la terminal, compraron el boleto del barco y se dispusieron a esperar la salida de la nave. Se dio cuenta de la cantidad enorme de gente en el embarcadero y se preguntaba si el planeta era capaz de soportar tanta gente sin quedar agotada por aquellos comportamientos que, se sabe, son incompatibles con las bellezas naturales y que se dan como resultado de cantidades gigantescas de público, el cual es imposible de controlar cuando son tantos. En esos pensamientos andaba cuando llamaron al abordaje.

Iban a una de las islas del parque nacional y para llegar allí era necesario navegar. Cuando el barco zarpó, un guía comenzó hablar por los altavoces del barco. Dentro de su discurso, ofrecía datos de la Patagonia y hacia girar la vista de los turistas hacia las orillas donde habían punto de interés. También comunicó varios consejos y reglas del parque con el fin de no extraviarse, cuidar el ambiente y mejorar la experiencia de los turistas. Mucho énfasis hizo en la colaboración para cuidar la belleza del lugar. Gabriel se sintió satisfecho por el detalle, porque la manera como el guía habló hizo entrar en conciencia al público presente.


Mientras la nave avanzaba en el agua, Gabriel salió hacia la parte superior de la embarcación para sentarse en uno de los puesto al aire libre en uno de sus lados. Esto le permitía admirar la majestuosidad del lago, la formación de ondas mientras la nave avanzaba, el olor de la naturaleza y el sol radiante del verano. Capturó varias fotografías dignas de aparecer en revistas. Su padre le había prestado la cámara para que saciara su sed de poseer recuerdos de uno de los lugares más prístinos de la tierra.

De pronto la nave comenzó a disminuir la velocidad de navegación, un símbolo inequívoco de haber llegado a destino. Gabriel pudo ver a lo lejos el muelle de atraque. Algo simple. Pero propio de una conciencia natural responsable por la mínima intervención al paisaje natural. El barco atracó y la familia bajó a caminar. Era el Parque Nacional Los Arrayanes, uno de los pocos bosques de una especie natural nativa que se ha podido proteger de especies invasoras no autóctonas.


Comenzaron a caminar dentro del bosque y el follaje de los árboles pronto los cubrió con una sombra increíble para un día tan luminoso. Y es que el arrayán es un árbol muy alto. El sendero se convertía en algo misterioso como cuando él imaginaba sus historias. El fuerte olor a bosque le hacía retornar a la realidad. Muchas especies de hongos autóctonos crecían al pie de las cortezas. También vio árboles derrumbados, algo que le llamó mucho la atención. Los guías avanzaban junto al grupo regalando su conocimiento de la zona.

Luego de subir durante algún tiempo, llegaron a una zona de mucho ruido por agua cayendo. Era una cascada de las decenas que se encuentran en el parque. Como era todavía temprano, la bruma formada por la espuma y la contraposición de la baja temperatura del agua con la soleada mañana, viajaba por sobre las aguas como un manto de fino vapor que se cernía en el riachuelo formado por la caída. Era estremecedor ver aquello y Gabriel se sintió feliz de poder estar allí.


El relato que antecede quiere crear conciencia para apoyar el Día Mundial del turismo resiliente, una observancia internacional decretada por la Organización de Naciones Unidas para que «El turismo sostenible, incluido el ecoturismo, sea una actividad multisectorial que pueda contribuir a las tres dimensiones del desarrollo sostenible y la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible fomentando el crecimiento económico, mitigando la pobreza, creando empleo pleno y productivo y un trabajo decente para todos»

El turismo resiliente es un nuevo paradigma para «posibilitar la formalización del sector informal, el fomento de la movilización de recursos nacionales y la protección del medio ambiente, la erradicación de la pobreza y el hambre, incluidas la conservación y la utilización sostenible de la biodiversidad y los recursos naturales además de la promoción de la inversión y el emprendimiento en el turismo sostenible»


Escrito y diagramación: @fermionico


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