En la célebre novela de William Golding, El señor de las moscas, publicada en 1954, un grupo de niños y adolescentes son los únicos sobrevivientes a un accidente de aviación en una isla desierta. Al principio los muchachos celebran la odisea, sienten la felicidad de estar por su cuenta en un mundo donde no hay adultos que impongan regla alguna. Piensan que van a realizar la utopía de construir una sociedad sin normas.
Sin embargo, a medida que comienzan a gestionar la sobrevivencia, la realidad va imponiendo la urgencia de la organización. Aparecen los líderes naturales, aquellos que son más grandes, más fuertes y con mayor capacidad de discernimiento. Alrededor de ellos se forman dos bandos, y no logran encontrar la forma de convivir civilizadamente. Aparecen los enfrentamientos y con ellos todo tipo de desgracias. Al final, es la presencia de un adulto, en misión de rescate, quien logra regresarlos del infierno que han vivido…
El mensaje de Golding es muy claro, la inocencia no es garantía de una vida libre de conflictos y enfrentamientos, pues la maldad habita en cada uno. Los sujetos dejados a su suerte, sin la presencia de códigos morales, tienen pocas posibilidades de construir una existencia civilizada.
En la acera de enfrente a la de Golding está un pensador del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau. El ginebrino en su obra Emilio o de la educación, publicada en 1762, sostiene la idea de que “el hombre es bueno por naturaleza”. Según él, lo malo nos viene de fuera, como consecuencia de haber recibido una educación inadecuada y de haber vivido en una sociedad poco tolerante y con valores contrarios a la civilidad.
Se apoya Rousseau en una tesis muy difundida en su tiempo, la del “buen salvaje”. Según esa concepción los hombres en su estado natural son buenas personas, nobles de corazón, sin males ni vicios que los impulsen a dañar al otro.
Una breve visita al parque infantil o al jardín de infancia, pondría en cuestión los planteamientos del ginebrino. Hasta en los niños más pequeños surge algún impulso de liderazgo y control para satisfacer el deseo del momento, un dulce, un pequeño juguete, un sitio cercano a una zona atractiva, en fin…
En ambos autores es posible encontrar un punto de coincidencia, la importancia de las normas para desarrollar una sociedad civilizada. Sin normas y sin códigos morales, cualquier existencia probablemente desencadene en conflictos y haga la vida insostenible, por lo menos para un grupo, así ha sido en todo el desarrollo de la historia humana.
Pero esas normas no nacen con nosotros. Cada quien las va adquiriendo en sus diferentes procesos de socialización, en la familia y en la escuela principalmente. Lo que reivindica la importancia de la educación para aprender a ser mejor personas. Es en la educación donde aprendemos lo relacionado con el respeto, la tolerancia y la convivencia, donde podemos aprender a valorar la fraternidad por encima de la competencia y el odio.
Cualquier fugaz mirada al siglo XXI nos devuelve una imagen poco placentera. En todas las regiones del planeta se viven conflictos de diferente magnitud. Enfrentamientos de todo tipo provocados por diferencias raciales, económicas, políticas, religiosas. Una buena parte de las sociedades gastan su energía inútilmente en conflictos innecesarios, cuya base principal es la intolerancia.
Lo bueno es que esa terrible realidad no es vista con indiferencia. Preocupa, conmueve, genera angustia en la comunidad internacional. Porque si algo hay que rescatar de nuestro tiempo es el crecimiento de una clara conciencia de que todos los conflictos y agresiones vividas por la humanidad solo se pueden calificar como tragedia. Un drama colectivo al que todos podemos ayudar a erradicar.
Este cuatro de febrero se celebra el Día Internacional De La Fraternidad Humana. Los organismos internacionales han tenido la intención de que ese día promovamos la reflexión sobre todos aquellos comportamientos que dificultan la convivencia civilizada.
Con la pandemia que hemos vivido desde hace un año se ha puesto de manifiesto la importancia de las redes sociales. Vivimos en una realidad interconectada donde los mensajes fluyen en un ritmo incesante y creciente. Sin embargo, es preocupante observar cómo en esos medios se hace apología de comportamientos insensatos, llamados a la discriminación, al odio, al irrespeto de las normas de convivencia.
En estos momentos tenemos una buena oportunidad de poner el acento en las cosas que tenemos en común. Ya sabemos bastante sobre lo que nos separa. Todas las personas, independientemente de su religión o creencia, tienen la responsabilidad de contribuir a fortalecer una cultura de diálogo, para conocernos más, para podernos comprender mejor, para aumentar nuestra empatía.
Conociendo los valores que tenemos en común, explorando la realización de proyectos de interés mundial, podemos encontrar el camino a la fraternidad. Después de todo, más allá de nuestras creencias, somos parte de la misma especie. Al final todos somos humanos…También podemos vernos como hermanos.
Escrito por: @irvinc
Edición e imágenes: @fermionico