El mal cae del cielo | Contenido Original

A primera vista nadie pensaría que el hombre apenas supera los cincuenta años. El rostro cuarteado, la piel amarillenta, los tres o cuatro pelos que cubren el área de las cejas le dan la impresión de ser mucho  mayor, casi un anciano…

Con paso vacilante tantea las paredes buscando el camino hacia la mecedora, la visión  ya no le da para esos recorridos, a sus ojos solo llegan sombras informes. 

—Abuelo, es por aquí,  dice el muchacho adolescente. El viejo lo escucha, da un pequeño giro en su trayectoria y se enfila al sitio donde se sentará frente al nieto. En noches calurosas como estas Joseph y el abuelo pasan largo rato  en el pequeño porche,  aprovechando la ligera brisa nocturna. 


—Al principio fueron suaves temblores, comienza a contar el hombre. Luego la intensidad subía y subía; Los libros caían  del estante y hubo una vez que se desprendió el espejo del baño. Pero las autoridades decían que no había motivos para preocuparse, que todo estaba controlado. Ellos hacían unas pruebas como a treinta kilómetros de donde vivíamos en aquel tiempo,  bastante cerca de las instalaciones militares.

El primer cambio extraño fueron los pájaros, de pronto se desplomaban sin vida, como si se hubiesen cansado en el aire. Luego vino el ardor de la piel.  No se podía estar fuera, tanto de día como de noche la piel ardía, se sentía como si te estuvieran pasando una lija… 

En sus recorridos las autoridades preguntaban cómo estaban las cosas y les comentábamos lo de los pájaros y el ardor de la piel. Para ellos  todo estaba controlado.


Cierto  día llegaron unos hombres con trajes extraños, completamente tapados, traían unos aparatos que emitían sonidos como de chicharras, los pasaron por todos los sitios de la casa. Al terminar nos dijeron que al día siguiente seríamos trasladados a un nuevo hogar,  donde no tendríamos que preocuparnos por nada; el ejército se ocuparía de todo…

Ni siquiera hicieron falta camiones, en dos autobuses nos trasladaron a toda la gente del caserío. 

En este nuevo sitio nunca nos faltó nada, y paso a paso se fue convirtiendo en un pequeño pueblo, eso sí no podíamos ir a la ciudad, era cómo si estuviésemos presos. 


Periódicamente venían los médicos a tomarnos  muestras de sangre. A algunos les dejaban medicamentos y a otros no, todo parecía andar mejor. Sin embargo, mucha gente se quejaba de frecuentes dolores de cabeza y una gran sensación de agotamiento. 

Aunque no nos explicaban casi nada ya no teníamos dudas de que en el otro sitio algo malo  se había metido en nuestros cuerpos. La gente enfermaba de diferentes cosas, todos sufríamos de algo.

Cuando llegamos tu padre estaba a punto de  cumplir los quince años, junto a los más pequeños y a otros de su edad asistía a clases en una  pequeña escuela que habilitaron aquí. Al llegar a los dieciocho se casó con tu madre, la hija de una vecina. Eran de los pocos que no habían sido esterilizados. A la mayoría de los jóvenes los sometieron a procesos de esterilización, quizá porque sus cuerpos estaban más dañados. Pero  los que podían concebir tenían mucho temor; se daban nacimientos de niños con serias malformaciones.


Pero tus padres quisieron seguir adelante, se la jugaron contigo porque algunos niños nacían sin problemas. Pero no tuviste tanta  suerte, tus brazos apenas se desarrollaron hasta un poco más abajo del hombro. Sin embargo, los médicos dicen que lo demás está bien.

A los cinco años de tu nacimiento tu padre falleció de una enfermedad que le destruyó la sangre; la abuela duró un poco más. Tu madre siempre ha estado bien. Ella me ha cuidado desde que la ceguera y los problemas de estabilidad me volvieron un inútil.

Desde que llegamos aquí nadie ha salido al exterior, hasta nos hicieron un cementerio. Las autoridades dicen que no saben sí podemos transmitir algún daño a los demás.


Si algún día puedes salir tú, no te olvides de contar la historia de lo que nos pasó. A lo mejor para eso viniste al mundo, Joseph, para alertar sobre algo que nunca debió pasar…

Son incalculables los daños producidos al ambiente y a las personas desde que comenzaron las pruebas nucleares a mediados del siglo XX. Para ese entonces no se tenía un claro conocimiento de los efectos de la radiación. Comunidades enteras recibían el impacto silente de una fuerza que los destruía por dentro. 

En atención a los daños irreversibles que produce la radiación para la vida de las personas y del planeta, las Naciones Unidas (ONU) ha decretado el veintinueve de agosto como “El Día Internacional contra los Ensayos Nucleares.” 


Ha querido el Organismo Internacional con esta  conmemoración contribuir  a sensibilizar a la sociedad y a los Estados sobre los graves efectos que producen las pruebas con armas atómicas. 

En este tema, como en muchos otros, razones de orden político se ubican por encima de las necesidades humanas. El siglo XXI es testigo de cómo la arbitrariedad de algunos Estados  sigue alentando esta nociva  práctica,  totalmente ajena a los Derechos de la humanidad.


Escrito por: @irvinc

Edición e imágenes: @fermionico


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